lvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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El cuarto domingo de Pascua la Iglesia lo consagra a manifestarnos con entusiasmo a Cristo como Buen Pastor. Este símil evangélico es de San Juan y propone una óptica entrañable y sensible. Sin duda, dice Salvador Gómez, Juan fue una oveja turbulenta e inquieta. Joven de tremendas reacciones, capaz de hacer bajar fuego del cielo para castigar a quienes se negaban a recibir a Jesús, pretendió grandezas que le superaban fatalmente, queriendo recibir honores sin sentido. Para Jesús, Juan y su hermano Santiago eran “los hijos del trueno”.

Pero he aquí que al final de su vida la profundización en el misterio de Cristo, la vivencia de las palabras del Señor, la certeza de que aquel, en cuyo pecho se recostaba, era el único capaz de serenarlo, de liberarlo del yugo de la violencia y del ardor ilimitado, pudo hacerlo desarrollar esta doctrina tan hermosa y apacible, llegando a llamar a Jesús el Buen Pastor.

Y el Buen Pastor da a cada oveja todo lo que ella necesita. Pero nada podrá el Pastor si la oveja no se sintoniza en su frecuencia, si no entra en su misterio, si se queda lejos y sigue al margen de los consejos amorosos de Jesús. La oveja que decida tener a Jesús como pastor debe saber escucharlo, hacer surgir entre ella y su pastor un “conocimiento” intenso, es decir, una total intimidad y comunicación. Solo así el Pastor podrá dar a las ovejas la vida eterna, porque hay que saber que en Cristo las ovejas no perecerán ni serán arrebatadas de las manos del Pastor.

El destino final del creyente es, pues, claro. El destino del rebaño es Dios.