Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Las grandes religiones de la tierra tienen como centro un libro sagrado. Eso pasa con Israel y con nosotros los cristianos. Nosotros vemos colmadas las esperanzas en el momento en que la Escritura se ve verificada, respaldada por un signo extraordinario que provenga de Dios.
La Palabra revelada es la herramienta que nos consolida como pueblo. Así, cuando ésta se proclama y es escuchada atentamente, cura las frustraciones de nuestra comunidad.
Jesucristo llega a Nazaret tras su experiencia bautismal y su desierto. Va a la misma sinagoga en la que sábado a sábado elevara sus plegarias con su familia, en la que aprendiera a confiar plenamente en Dios y en su palabra. Va “como era su costumbre” e igualmente se pone de pie para hacer la lectura. Jesús sería de los pocos que sabía leer y escribir en Nazaret. Y le entregan el rollo de Isaías. Salta a sus ojos un texto que conoce bien y que sin duda le atrae por su fuerza, un texto que habla de Dios liberador, de Dios que perdona nuestros pecados incondicionalmente. Jesús quiere recordar a sus hermanos la urgencia de confiarse siempre en ese Dios que ha enviado a su único Hijo, para curar toda división y desacierto, para renovar en sus corazones la certeza de ser pueblo de Dios.
Jesucristo sabe que en la Escritura están las claves para la salvación y que él ha sido enviado como liberador definitivo.
Podemos creer que Cristo cumple las Escrituras. En su vida cumplirá más de 300 profecías y unas 30 solo el día de su muerte. Creamos en Él. Cristo es nuestro consuelo y la fuente de toda paz para el corazón humano.
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