Carlos Freer, cineasta
cfreervalle@gmail.com

Cuando empezaron los primeros contactos de la CNN con gente de la ONU, instalada en Haití desde tiempo atrás, se empezó a notar lo terrible de la hecatombe.

A la pregunta de si estaban muy afectadas las fuentes de agua potable, la respuesta fue que allí –desde siempre– el agua potable era casi inexistente. Lo mismo ocurrió con la pregunta sobre el suministro eléctrico: muy pocos contaban con este servicio.

Ni qué decir de la atención de la salud, la producción de alimentos o el sistema educativo. La tragedia trepidante había caído sobre la tragedia permanente.

La muerte inmisericorde de tantos miles de haitianos, simplemente había adelantado la parca a una población que en promedio llega a los 52 años, muriendo buena parte cuando son apenas niños.

Por más que uno supiera que Haití era el pueblo latinoamericano más pobre, las cifras no le llegaban a las entendederas. Hasta que logró ver a ese pueblo deambulando hambriento y anonadado por las calles de Puerto Príncipe, con ese sinfín de niños pidiéndole misericordia a la vida, para darse cuenta de lo que significa ser un pueblo sufriente, humillado, envilecido por años.

La solidaridad internacional con los haitianos ha sido inmensa, pero lo que más ha impresionado es saber que ¡por primera vez! –a pesar de huracanes y violencia sin fin– las clases privilegiadas han permitido que en sus predios se atienda a heridos y desamparados, en ese Haití que es un eterno y doloroso sismo.