Álvaro Sáenz Zúñiga, presbítero
asaenz@liturgo.org.

         

Hoy la palabra de Dios nos dice que Jesús entró en un pueblo y una familia lo recibió en su casa. Dos hermanas, Marta y María, dan a Jesús lo más precioso: hospitalidad.

Comúnmente, al hablar de este texto, se contrapone la doble ruta del cristianismo: la vida activa o la contemplativa, enfatizando la segunda.

Si invitáramos a casa a alguien que se distinga por su arte, aunque la educación nos impida pedirle que nos muestre ese don que posee, terminamos por hacerlo. No queremos auspiciar su vanidad ni usufructuar de su talento, pero, cuánto le agradecemos la muestra. Marta y María recibieron en casa a Jesús. Lo mejor habría sido escucharlo.

Pero Marta quiere mostrar sus habilidades y se afana en prepararle alimentos y agasajos. María, su hermana, por su parte, invirtiendo la lógica, se sienta a los pies del Señor para escucharlo. Marta reacciona y dice a Jesús: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”.

Si la hospitalidad era buena, escuchar a Jesús era mucho más importante. Hay que aprovechar su riqueza extraordinaria. Por ello, no nos extrañe que Jesús diga a la que tanto se afanaba en lo efímero: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas. Sin embargo, una sóla es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.

Jesús ha venido a dar y no a recibir. Así, si está en nuestra casa, ¿qué haremos?, ¿servirlo o escucharlo? Él vino a dar vida, a enseñarnos el camino. Esa vida que nos da es lo único necesario.