Ana Coralia Fernández
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Semana Santa tiene un sello, un aroma, un sabor, un clima especial.
Ahora que se usa eso de salir de la casa a lejanos destinos y dejar la ciudad solitaria como la canción de Luis Aguilé.
Pero antes, los que salían eran pocos y los que nos quedábamos, muchos.
Del lunes al domingo, la semana se iba quedando en silencio poco a poco, como si se fuera muriendo.
El sol inclemente, se apropiaba de las calles y de las cañerías salía un agua más tibia que fría. El vecindario iba quedando quieto y ni los perros ladraban.
Las clásicas calles de San José, entre La Dolorosa y la Catedral, se perfumaban de incienso y a mi corta edad, era muy impresionante oír los acordes del Duelo de la Patria, en medio de gente vestida de luto y de crespones morados.
Veía pasar el Santo Entierro, donde una imagen de Cristo muerto, pasaba frente a mí tan despacio, que me daba chance de hacerme absurdas, pero fundamentales preguntas que rallaban en lo filosófico: ¿Por qué si en diciembre era un niño que traía juguetes, ahora era un hombre demacrado y herido? ¿Por qué si habíamos alistado su cuna con mulas, pastores y bueyes, ahora una pesada cruz se alzaba en el monte? ¿Qué pasó tan terrible que de palmas y burritos en el Domingo de Ramos, acabamos gimiendo y llorando por nuestra humanidad despiadada?
Con razón, pensaba yo, a mis cinco escasos años, apenas resucitó, se fue y nunca más volvió.
Yo tampoco hubiera regresado.
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