Roxana Zúñiga Quesada, periodista
ropazu@racsa.co.cr

“El agua es blanca”, afirmaba, tajante, un compañero de trabajo hace unos años.

“Jamás”, contestaba el grupo. “Es incolora…”. “¿No lo ven… es blanca?”, porfiaba en su errada testarudez.

Al final, el choteo tico ganó la discusión: lo apodaron “Agua Blanca” y cada vez que alguien abría el grifo, gritaba como Rodrigo de Triana en la carabela de Cristóbal Colón al observar tierra, “¡el agua es blanca!”.

La anécdota la recordé al mirar un especial de televisión acerca de la escasez de agua. El documental recorría zonas desérticas y entrevistaba a un beduino sobre cómo sobrevivir sin este importantísimo elemento.

Los beduinos son seres errantes que recorren el mundo para dar de beber a su ganado. Me maravilló su sabiduría, quien narraba que cada gota es un diamante.

Su descripción de cómo bañarse en estas condiciones debería ser un manual obligatorio para quienes, a Dios gracias, vivimos en este paraíso bendito con el don del agua a raudales.

Desde ese día cada vez que tomo “agua blanca” pienso en él y en las interminables caminatas que realiza para ubicar unas gotas. Y yo solo tengo que mover la mano para que una catarata salga por el tubo. ¡Cuánto tesoro tenemos! ¿Cómo vamos a deforestar y a destruirlo?

El beduino tiene razón: cuando vives ante tanta carencia aprendes a apreciar la vida con solidaridad.

Y cuando encuentran agua ¿a quien le pertenece?, le preguntan.

“A todos”, responde, “el agua es vida, y nadie puede atribuirse su propiedad”.

Esa sí es sabiduría blanca.