Ana Coralia Fernández
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Uno a veces piensa que la gente que quiere va durar toda la vida. Gílbert Montoya y yo nos conocimos hace 24 años cuando él empezó a trabajar en Documentación de La Nación y yo dirigía la revista Tambor. Él era un muchacho de risa pronta, de sueños sencillos y trabajamos mucho tiempo juntos.
Era común encontrarlo en el andén, en los pasillos del diario o en la soda, siempre deseando que fuese Navidad para comernos un tamal juntos y reunirse con los viejos compañeros que además fueron amigos y un poco de familia.
A pesar de su ascendiente carrera, nunca perdió su humildad de espíritu ni su entusiasmo por las cosas simples.
Gilbert no tuvo una vida fácil, ni tampoco una muerte tranquila.
Hace dos semanas regresaba de una gira de trabajo y en un accidente de tránsito salió muy mal herido. Falleció a consecuencia del choque y nos dejó a todos con una pena muy honda.
Ahora hay lazos negros en su oficina y en los pasillos por donde era frecuente topárselo. Él jamás hubiera pensado que su partida nos iba a doler tanto.
Ahora me parece que en cualquier momento me lo encontraré como siempre, preguntándome por el último “chile”, o por el tamalito que nunca nos volveremos a comer.
Dicen que no hay muerto malo, pero también hay vivos extraordinarios que se extrañan cuando se van de una forma tan violenta.
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