Ana Coralia Fernández
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Cuando se llevan tantas horas de vuelo y se peina una que otra cana en una cabellera que alguna vez brilló lozana, da nostalgia y un poco de envidia verlos llegar con esa adrenalina, quedándose sin almorzar hasta las cuatro, aceptando las asignaciones con relativo entusiasmo, porque a esa edad todo es un reto y una escuela y un salto.
Entonces uno detecta en el periodista más joven, en ese recién graduado, aquel que alguna vez uno fue, una mezcla de rabia y admiración que los hace relacionarse en diferente escalón con sus “colegas” más experimentados (por no decir viejos, no vaya a ser que se ofendan), porque “¡qué fácil es para ellos!”, “Si yo tuviera esos contactos”, “Si con solo decir mi nombre, se abrieran las puertas y los documentos”, “¡Así quién no!”.
Así las cosas, les pedimos y exigimos como nos pidieron y exigieron a nosotros, convencidos de que tarde o temprano quedará expuesto el diamante que llevan dentro, pero ¿Cuál de los dos extremos es el ideal? ¡Ninguno y ambos!
Ninguno, porque ¿qué sería de los primeros sin ese ímpetu que hace un día de 27 horas para sacar la faena y seguir como si nada? ¿Y qué podrían hacerían sin consejos y colmillos que no aparecen en Google?
Por eso ambos nos complementamos, porque con las mismas piedras con que se construyen muros, se pueden tender puentes y caminos para encontrarnos, pues el oficio es fascinante precisamente por esa mezcla de pasiones que se encuentran en una sala de redacción.
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