Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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La semana pasada el Señor nos invitaba a trabajar en su viña. Era su manera de hacernos construir el reino de los cielos.
A los que fueran a trabajar para Él les pagaría con un denario: la vida eterna. Jesús quiere hoy ampliar detalles y profundiza la propuesta. Vuelve a llamarnos a la viña, pero ya no como a simples jornaleros, sino como hijos del dueño del campo.
El finquero, pues, tiene dos hijos. Ellos sintetizan las alternativas de la relación del ser humano con Dios, a saber: junto a Él o lejos de Él. Son como los de la parábola del “Hijo pródigo”.
Si el hijo pródigo se fue, la verdad regresó, mientras que el hermano que se había quedado, en realidad no vivía la comunión con el padre.
Veamos este planteamiento. Al primer hijo se le pide ir a trabajar a la finca pero reacciona como un adolescente. Dice: “no quiero”. Luego cambia de opinión y va a trabajar. El otro, al contrario, responde a la invitación con cierto servilismo hipócrita: “voy de inmediato”, pero no va.
El Señor subraya algo esencial: nosotros no nos decidimos entre “hacer lo que Dios quiere” o “proseguir con nuestros propios deseos”. Debemos esforzarnos en cumplir con lo que Dios nos pide, es decir, adecuar nuestros deseos a su voluntad.
De nuevo se nos reitera que lo más importante es lo que hagamos en la última hora de nuestra vida. Decían los abuelos: “de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”. Si al principio no hemos querido ir, convenzámonos de lo urgente que es el que abracemos la voluntad de Dios.
¿Cuántos hemos dicho “sí” a Dios y al final lo dejamos plantado? ¿Cuántos pretendimos ser virtuosos, e incluso superiores a los demás, cuando en realidad éramos mezquinos y egoístas?
No interesa si dije “sí” o “no”, lo valioso es lo que termine haciendo. “Obras son amores y no buenas razones”, dice otro dicho popular. Cristo agregará: “por sus frutos los conocerán”.
Quede claro, además, que lo que se ve no es lo esencial, sino lo que se hace. Esto muestra una ironía: muchas veces calificamos de “publicanos” o “prostitutas” a gente cuya apariencia juzgamos con severidad y resulta que en realidad son mejores que nosotros, actúan con mayor trasparencia, son verdaderos ejemplos de sencillez y rectitud.
No juzguemos, no hablemos más de la cuenta. Ser de Cristo es visible, no una hablada irresponsable. Esforcémonos en que nuestro “decir” corresponda con nuestro “hacer”, porque la coherencia, a veces, no es la característica más brillante de los creyentes.
El Señor llega a advertirnos que no nos asustemos por si acaso en el acceso al Reino de Dios somos precedidos por los que creíamos eran despreciables e indignos.
Todo depende de la disponibilidad del corazón.
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