lvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
asaenz@liturgo.org

Hoy, la lectura del Evangelio de Lucas se interrumpe porque celebramos la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos, que en nuestro país coincide con el Día de la Madre.

Muy temprano, la comunidad concluyó que el cuerpo de la Virgen no se había corrompido en la tumba sino que, anticipaba lo que sucederá con la comunidad creyente un día: integraremos para siempre el cuerpo de Cristo.

El evangelio nos propone varias cosas. En primer lugar la disponibilidad de María. Ella, confiada en las palabras del ángel, viajó a las colinas de Judea para atender a su parienta Isabel, embarazada cuando ya no es una joven.

Luego, vemos la acción del Espíritu sobre Isabel que la hace llamar a María: bendita entre las mujeres, y “Madre de su Señor”, y calificarla de “dichosa” por creerle a Dios.

Y viene el cántico de María, el “Magnificat”, en que la joven mujer, la creyente, la Madre de Dios y Madre nuestra, declara la misericordia de Dios para con los pobres, llama a los más pequeños “predilectos” del Señor que rechazará a todos los que hubieran obrado la indecencia.

Pero en esta fiesta no dejemos de lado algo esencial. Me refiero a la notable frase de María: “En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas”. Ella asumió sobre sí la expresión absoluta del amor de Dios por la humanidad: fue el instrumento para la encarnación del Hijo eterno del Padre.

Feliz día a todas las madres. Que el ejemplo de María las estimule a ser constructoras de la nueva generación de creyentes al imitar a María, la Madre de Dios.