Roxana Zúñiga Quesada, periodista
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La nostalgia llega con la Navidad. Es tan puntual como la publicidad que nos vende hasta el bigote de La Volpe o una luna de miel en el césped del Estadio Nacional.
La memoria se pone en Rv y corre cinta… claro, metafóricamente hablando porque hoy hasta los malos pensamientos y los deseos pecaminosos son digitales y en alta definición.
Mis recuerdos siguen en acetato de 33 revoluciones por minuto. ¡Qué se le va a hacer! Es doña Leda, aunque debo confesar que soy aficionada a los adelantos de la tecnología que han arrasado con los portones y muros de las fronteras.
A inicios de este mes, la chiquillada del barrio empezaba a contar horas y minutos en procura de contabilizar cuánto faltaba para la gran noche de la cena, las uvas, manzanas y regalos.
Cada rato que se pasaba en barra de amigos, la pregunta obligada era: ¿qué te va a traer el Niño? Y la mayoría –debemos confesarlo sin pena– viajábamos por el residencial del consumo sin conocer muy bien su dirección, pero fantaseando con los castillos que podía haber allí. O dicho en nuestro estilo campesino: rajábamos con todos los obsequios que habíamos pedido, pero que, no necesariamente, íbamos a recibir. Una pillería del orgullo, sin duda.
El objeto más apetecido era la bicicleta, maravillosa llave hacia la libertad. Y si había en esa época de upa cien mil mocosos, todos la demandaban, pero solo a un puñado de afortunados les llegaba aquel ángel de hierro inglés.
¿Seguimos la otra semana con los cuentos de Navidad? Qué les queda; jaja.
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