ÁÁlvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
asaenz@liturgo.org.

El pasaje del evangelio de Lucas nos plantea la última reunión de Jesús con sus discípulos. A pesar de que son los tiempos del Resucitado, el diálogo parece casual. Es un diálogo en que Jesús, con sencillez y claridad explica a los discípulos cómo entender el proceso de su entrega al sufrimiento y al dolor, por obediencia y por amor, para entrar en la gloria del Padre. Es en la entrega sumisa y amorosa donde el ser humano alcanza la perfección.

Lo más importante de esa comunicación, llena de intensidad de Jesús, es la consecuencia que brota de ella. A partir de ese instante, la responsabilidad cae sobre los apóstoles.

Son ellos los que desde ahora asumen la tarea. Tras la pasión, la entrega y muerte de Jesús, tras el acontecimiento inédito de la resurrección, que comprobaba la eficacia del proyecto de salvación, los discípulos deben “dar testimonio”, vivir la entrega y el sufrimiento a semejanza del Señor. Y esto a veces hasta puede redundar en muerte.

Deben llevar por todo el Universo este mensaje de Salvación que Dios ha realizado por medio de su Hijo, muerto y resucitado. En Jesús, triunfador de la muerte, se da el triunfo de la humanidad que se aproxima ahora con absoluta firmeza al encuentro definitivo con la divinidad.

Pero esto no lo harán por sus solas fuerzas, ni siquiera por su iniciativa. Es el Espíritu, que vendrá sobre ellos en Jerusalén, el que los sacará de la mediocridad y los ayudará a realizar la tarea.

Conviene que los esperen y que, colmados por el Espíritu, se dejen llevar por esa fuerza que viene de lo alto y que permanecerá en la Iglesia para siempre.

Por fin Jesús alzando las manos los bendice y mientras esto sucede, es llevado al cielo, a la gloria del Padre, a recibir la recompensa por su labor.

Creer y ser bautizados será la clave de la salvación.