Angie López Arias
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Las luces de neón, el sonido incesante de las máquinas y la algarabía de la gente se funden para crear un ambiente peculiar.
El olor a cigarrillo se percibe desde afuera, pero al entrar se hace tan penetrante que corta la respiración a cualquiera.
Parece una fiesta, aunque hurgando y observando un poco se descubre que el lugar no es más que una válvula de escape.
Es imposible no confundir el Bingo Multicolor de la Cruz Roja en Avenida Central con un casino. La diversión es notoria, pero extrañamente se percibe soledad.
Hombres con traje y corbata, jóvenes con gabachas de enfermeros, señoras, a simple vista amas de casa, y adultas mayores le guiñen el ojo a la suerte.
Unos sentados frente a las máquinas electrónicas de bingo, cual si fueran “robots”, sumidos en la pantalla sin siquiera parpadear.
Otros, jugando bingo tradicional en mesas con grupos de personas desconocidas, aunque más sociables.
Quienes juegan con las “maquinitas” solo tienen de compañeros a sus cigarrillos que encienden, uno tras otro, sin pausa alguna. La gran mayoría no habla con nadie, no gesticula, no se mueven... solo esperan ganar.
Con mil colones que le ingresen a la máquina es posible comenzar a jugar, pero para muchos no es suficiente. Se ven billetes de ¢2 mil, también de ¢5 mil, y por mucho de ¢10 mil.
Una gran cantidad de personas gasta esos billetes no una sola vez, sino decenas de veces durante las muchas horas que permanecen en el sitio.
Paradójicamente, las máquinas tienen un pequeño -o mejor dicho- un minúsculo letrero que dice “evite el exceso”, justo en la ranura donde se introducen los billetes, pero es un hecho que pasa desapercibido para el jugador.
En la parte de abajo del local, hay jóvenes que se encargan de mantener a gusto al cliente. “Desea una gaseosa o alguna bebida”, le dice una muchacha a una señora con un carrito cargado de frescos y agua. “Sí, una Ginger Ale”, respondió sin volver a ver y menos aún sin soltar su cigarrillo.
Arriba, en el salón de bingo tradicional se combinan las voces de la gente con la voz que canta los números y los empleados que caminan de un lado a otro llevando cartones y sirviendo comida.
Fuera del salón, pero en la misma planta alta, hay más máquinas de bingo electrónico, aunque ni abajo ni arriba había un solo espacio para jugar.
Muchos esperaban para ocupar una maquinita o sentarse en una mesa de la sala.
A unos metros más está una especie de restaurante, único espacio donde parecía haber más socialización, y como no: música en vivo, más tarde karaoke y licor. Todo se une para entretener a los visitantes en un bar-restaurante.
Debimos jugar y sentir la adrenalina que se respiraba. Pero por más que quisimos no logramos el cometido.
El olor a cigarro y el estridente ruido solo hacían añicos la cabeza y ponían los nervios de punta.
“Juegue con una bola extra, tiene bastantes créditos y está a punto de ganar más, arriesgue”, nos dijo una señora del al lado.
Cuatro horas fueron suficientes en el bingo. Apenas el reloj marcaba las 10 p.m. del jueves pasado. El comienzo de la noche para muchos que aún anhelaban un golpe de suerte.
Ese fue el ambiente nocturno, pero durante el día la situación no es muy diferente.
Todos quieren jugar, sin importar si ganan o pierden.
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