Domingo 24 de octubre de 2010, San José, Costa Rica
Nacionales | De hoy
Evangelio

Álvaro Sáenz Zúñiga
asaenz@liturgo.org.

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No hay peor cosa que la presunción religiosa, la actitud que tristemente asumían ante Jesús los fariseos y los escribas, conocedores de la ley de Moisés, que limitaban su experiencia de fe a cumplir esa ley al pie de la letra, sin profundizar nada en el contacto personalizado, profundo y afectuoso con los hermanos.

Para Jesús nada hay más triste que aquellos que se creen santos y les da por compararse con otros, lo que sucede en nuestras comunidades. Y nos propone una sensible parábola para reflexionar de cómo vivir la fe, y tomar conciencia de defectos y debilidades.

¿Cuántas personas van a la iglesia para orar? porque hay quien ora haciendo inventario de su “maravillosa experiencia religiosa” y extraordinaria aureola. Mucha misa, mucho rosario, mucha devoción, pero nada de caridad, de compasión, de acompañamiento del que sufre, de ternura para el que está perdido. De “no robo, no mato” no pasan.

Interesante cuando va a la Iglesia una persona doblegada por su fracaso y humillación, que viene de vuelta, que sale del fondo del abismo, que se sabe derrotado y sin esperanza, pero que acude al Señor para obtener de Él misericordia. Esta persona ora: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”.

La humildad es la verdad, decía Teresa de Jesús. Es cierto que Dios me dio virtudes, pero lo es también que yo he oscurecido esas virtudes con mis defectos. Urge que yo me conozca, que sea consciente de mis vicios, que si bien reconozco mis cualidades, me prepare para ponerlas al servicio de los demás. De otra manera no valgo nada.

Quizá lo más urgente hoy es reconocerse pecador, aceptar el perdón que Dios me ofrece y, agradecido, me ponga al servicio de los demás. Solo la misericordia obtiene misericordia. Si yo vivo para servir, Dios olvidará mis múltiples pecados y me agradece personalmente lo que hago por mis semejantes.

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