Martes 18 de enero, 2005. San José, Costa Rica.


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Tribuna libre

Las barbas del vecino

Carlos Freer

Entre las cosas extrañas (casi pongo: correctas) que ocurrieron el año pasado, hay una que se las trae. El pago del impuesto sobre la renta creció, de la noche a la mañana, un 40 por ciento con respecto al incremento esperado.

Realmente vale la pena ponerse a pensar qué pudo haber ocurrido para que se diera ese milagro tributario.

Desde el punto de vista psicológico, la acción de declarar la renta se parece mucho a la confesión de los pecados. Es decir, se trata de un asunto en el que estamos solos nosotros y nuestra conciencia. A lo sumo, llegamos a pensar que (aparte de nuestra conciencia) sólo Dios está como testigo.

Pero, con cierta autocomplacencia, podemos inferir que, dichosamente, el de arriba no pone mucho énfasis en los asuntos fiscales. Basta con recordar la sentencia: "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios", con la que Jesús respondió a los fariseos que lo interrogaron sobre este asunto de los tributos.

Con otros impuestos, como el de las ventas, la mayoría de las veces no nos queda otra opción que pagar.

Lo mismo ocurre con los demás tributos indirectos. Pero el de la renta sí es uno con el que tradicionalmente le hemos buscado tres pies al gato. De manera que, si de buenas a primeras aparecemos pagando ese odioso impuesto, alguna rareza debe de estar ocurriendo.

No creo que, de la noche a la mañana, se hayan mejorado los sistemas de detección de evasiones fiscales.

En todo caso, nos daríamos cuenta de ello a posteriori. Tampoco pienso que se nos ha subido de golpe nuestro sentido de responsabilidad ciudadana. O que haya crecido nuestra solidaridad social.

Mucho menos pienso que nos hayamos puesto a cavilar en que ningún país llega a ser desarrollado, si no paga adecuadamente sus impuestos.

Ni que nos conmoviera el estado lastimoso de nuestra educación pública, y hayamos querido contribuir a solventar tan alarmante situación. Tampoco que, de golpe, nos ha dado por ver cómo bajamos el índice de pobreza.

Se me hace que nos hemos dado cuenta de que, si nos andamos con triquiñuelas en los pagos, fácilmente nos pueden dar cárcel por casa.

Y, en tal caso, mejor prevenir que lamentar. "Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar", reza el refrán.

O, para decirlo de otra manera, el mejor incentivo para declarar debidamente el pago del impuesto sobre la renta es que por el barrio ande rondando una perrera.

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