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 Nacionales Domingo 02 de octubre, 2005, San José, Costa Rica.
 

Huyendo de la guerra, vinieron a Monteverde en los años 50

Así son los cuáqueros ticos

Hoy tienen el emporio de los quesos, pero el comienzo en esa montaña fue feroz

Sylvia Alvarado Marenco

Monteverde. - Aman la paz y odian la violencia.

Llevan una vida austera, rezan en silencio y sin intermediarios, se casan con sus amigos como únicos testigos, y entierran a los muertos detrás de su escuela...

Además:

  • 50 años de luna de miel
  • Ruth, la menor del grupo
  • Habla fuerte... pero en silencio
  • Así viven la vida varios estadounidenses, amigos y descendientes de los tres ciudadanos de Iowa y Alabama que en abril de 1951, con tal de no enlistarse para la guerra de Korea, domaron a caballo el monte y el barro por las montañas de Guacimal, en Puntarenas.

    Tras horas de sortear los guindos, sus ojos se enamoraron de un gran bosque cuyo verdor lo cubría la espesa neblina. Lo bautizaron como "Monteverde", donde se comprometieron a cuidar el agua y el bosque, y aprendieron a elaborar los quesos que hoy venden por miles.

    Ellos son los cuáqueros o quakers , en inglés, miembros de la Sociedad Religiosa de Amigos, rama del cristianismo surgida en la Inglaterra de mitad del siglo XVII que no comulga con dogmas ni estructura eclesiástica.

    Los pioneros John Campbell, Hubert Mendenhall y Howard Rockwell, cuyo sobrino estuvo en prisión, en Florida, por rehusar enlistarse, entendieron bien la orden del juez: "O se enlistan o se van del país".

    Tras explorar Canadá, Nueva Zelandia, Australia, Panamá y México, la comunidad de "gringos" compró las tres mil manzanas en ¢400 mil. En camión y jeeps, con cadenas en las llantas, llegaron hasta Guacimal y de ahí, montaña arriba, con chunches y esperanzas a lomo de caballo, hasta el nuevo paraíso.

    Dormían en tiendas de campaña, sembraban vegetales, hicieron pozos y ropas, instalaron una pulpería, un trapiche y hasta una planta hidroeléctrica. En los años setentas, otro grupo de cuáqueros se les unió y hoy reciben a decenas de "amigos" y profesores que enseñan, a sus descendientes y a los niños de la zona, el inglés con que se defenderán, de grandes, en ese paraíso turístico.

    Aunque quedan pocos que cosen su ropa y viven sin televisión, siguen reuniéndose a disfrutar juegos de mesa, escuchar a Dios en el silencio y cantar villancicos de casa en casa, aunque estén a "montañas" de distancia. Ahí, sudando, a pesar del frío, recuerdan los días en que ganaron la difícil guerra de alcanzar la paz.

    Del recuerdo

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    A fines de la década de los 50, los cuáqueros, que llegaron a caballo, se reunían para cantar, rezar y planear su nuevo pueblo.

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    Años 60. Lucky, su esposo Wilford Guindon y sus primeros cuatro hijos. Atrás, la casa en que aún viven, cerca de la Reserva.

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    ¿La pandilla? No, los primeros cinco de los ocho "machillos" Guindon. Todos nacieron en Monteverde.

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    El domingo 7 de julio, los cuáqueros cantaban antes de iniciar la reunión del silencio.
    Esteban Dato

    50 años de luna de miel

    Wilford y Lucky Guindon siguen tan enamorados como hace más de 50 años, cuando, al mes de casados, él la convenció para venir a Monteverde.

    "Me trajo de luna de miel.... pero muy largo", ríe doña Lucky, quien aquí trajo al mundo a sus ocho hijos.

    Como don Wilford, entonces de 20 años, trabajaba en la lechería de su padre y manejaba un tractor, no tuvo problemas para producir quesos maduros y ayudar a levantar las casas y la escuela. ´Doña Lucky, quien cuenta que antes no los llamaban "gringos", sino "machos", aún cose su ropa, borda, pinta y no tiene televisión. "Nuestra mejor decisión fue venir aquí. Tenemos amigos allá, pero, después de Iraq, no voy ni loco", dice don Wilford. "Los ticos siempre han sido muy especiales, ojalá que el turismo y los dólares no cambien eso, pues muchos creen que los extranjeros tienen mucha plata... y véanos a nosotros", dice doña Lucky.

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    Foto Érick Córdoba /Al Día

    Ruth, la menor del grupo

    "Mis papás me trajeron cuando tenía un año. Los pocos ticos no hablaban inglés ni nosotros español", comenta Ruth Campbell, la menor del grupo.

    "Querían producir algo, como el queso, que se conservara porque no se podía estar saliendo a vender todos los días. El problema es que no sabíamos cómo hacerlo, así que mi papá mandó a pedir un folleto a Estados Unidos con instrucciones y compró unas terneritas. Yo, desde los 4 años, sabía ordeñar. Caminábamos mucho, pues mi papá siempre dijo que 'un caballo come por dos vacas'. Esto era como la casa de la pradera".

    Ruth y su esposo puntarenense poseen el hotel "El Establo", en Santa Elena. Sus hijos ya no son tan cuáqueros como su corazón, que la hace sentirse orgullosa de que "en Estados Unidos no tenemos que jurar ante un Tribunal que diremos la verdad, porque se sobreentiende que somos transparentes".

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    Foto Érick Córdoba

    Habla fuerte... pero en silencio

    Afuera, los colibríes cantan, pero no tan fuerte como las ramas, cuando el viento las atraviesa. Los vidrios suenan con la lluvia y la madera cruje.

    Adentro, unos 60 cuáqueros tienen los ojos cerrados. Miro, por enésima vez, el reloj. Llevo 30 minutos observándolos, uno a uno. Falta otra media hora para que se acabe el "meeting" del silencio. Alguien se levanta, comparte un pensamiento y vuelve a sentarse. Nadie asiente. Nadie contradice. Nadie explica. Otros tres hablan, pero no los escucho. ¿Estoy escuchando a Dios, aunque no lo oiga? Miro a Lucky, sonríe con los ojos cerrados. Me erizo al recordar sus palabras: "Dios está en cada uno, sólo en silencio podemos oír su voz".

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