Alvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Es natural que las palabras de Jesús de estas semanas –decirnos que su cuerpo es pan que debe ser comido y su sangre debe ser bebida– causen rechazo en los oyentes. El Maestro ha llevado a sus discípulos al borde sin dejarles casi oportunidad para reponerse. Es como si los quisiera llevar al abismo de su misterio, obligándolos a la opción fundamental, y purificar con su palabra y su mensaje la fe de quienes deseen ser discípulos.
Por eso no nos extrañe que al oír a Jesús muchos quieran dejarlo, asustados e inquietos. Les ha hablado con una fuerza no común. Y si escandalizarse de Jesús podría verse como lo lógico, porque su mensaje ha ido más allá de lo que la gente estaba esperando del Mesías, ser drástico es un riesgo necesario.
Y al ver a la multitud escandalizada, Jesús dirá a sus apóstoles algo mucho más fuerte: que pronto lo contemplarán volviendo a la gloria del Padre de la que había salido. Eso sí que será un verdadero terremoto para todos.
Empieza, pues, un desmoronamiento general entre los que pretendían seguir a Jesús. Es la hora de que el Señor empiece a tener cerca suyo solo a un grupo pequeño de discípulos, los que acogen su doctrina dócilmente. El resto, la masa, no logra mantener con Jesús una relación de salvación, de trascendencia, de futuro eterno. Al contrario, lo han buscado con superficialidad y tratando de satisfacer sus urgencias temporales.
Por ello es también indispensable que Jesús aterrice a los que dicen seguirle, enfrentarlos con la verdad de su palabra.
El Señor intenta sacarlos de su turbación, del escándalo fabricado.
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