Álvaro Sáenz Zúñiga
Presbítero
asaenz@liturgo.org
El cuarto domingo de Cuaresma nos regala textos apreciados por los cristianos y que sintetizan la experiencia del creyente. Es el diálogo del Señor con un fariseo llamado Nicodemo, que se sentía atraído por su palabra, pero que vino “de noche”, es decir, como oculto para que nadie lo viera.
Jesús anuncia a Nicodemo cosas grandes. Primero, lo urge a nacer de nuevo por el agua y el Espíritu Santo. El bautismo es punto de partida para quienes buscan la salvación. De esta manera Jesús anticipa al conocedor de la ley y los profetas, la inminencia de la redención universal.
Luego, viene un planteo profético: Jesús sería levantado en alto como izó la serpiente Moisés en el desierto. Quizá este “simpatizante de Jesús” imaginó que “ser levantado en alto” suponía triunfo del Mesías, glorificación.
Al igual que esa serpiente salvó a los mordidos de serpiente, Jesús, ser humano, es la fuente de salvación para todos los seres humanos.
Y luego nos regala una frase capital: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su hijo único para que todo el crea en él no muera, sino que tenga vida eterna”. Desde el amor infinito de Dios por nosotros, plantea el regalo que nos hace de su hijo, en rescate por todos.
Después, viene un principio que olvidamos: “Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Debemos asumir estas palabras a como dé lugar: Dios no nos quiere destruidos ni muertos, sino salvos en su reino, pero nos pide un signo de que aceptamos su amor y es creer en Jesucristo. Creer hace la diferencia entre la vida y la muerte. Eso se describe en pocas palabras: “El que cree no será condenado”. Esa frase nos conforta, porque nosotros decimos creer, pero nos angustia cuando dice: “El que no cree ya está condenado”. El texto concluye diciendo que Jesús es la luz del mundo.
Contemplemos la misión de Jesucristo, que es iluminarnos, marcarnos el camino hacia el Padre celestial. Al abrazarnos a Cristo y dejarnos iluminar por su gloria, con su luz logramos conocernos a nosotros mismos. Ese es precisamente el juicio al que seremos sometidos. La luz de Cristo dirá cómo somos.
Cristo es el modelo al que debemos acogernos, la medida y el prototipo del ser humano perfecto. Abracémonos a él, imitémoslo, aceptémoslo, dejémonos iluminar por su luz y así obtendremos la salvación.
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