Roxana Zúñiga Quesada, periodista
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El motociclista paró en seco junto a mí. Ya está, pensé, ¡me asaltaron! Y miles de imágenes con sangre, agresiones, pistolas, puñales y cuchillas surcaron el cielo de mi imaginación inquieta.
Venía de caminar y en la frente se mezcló el sudor del ejercicio con el del terror. Extraño coctel de angustia que ningún paladar desea.
El hombre levantó la tapa de su casco y rebuscó en su vieja chaqueta de nailon. Ya está, me dije, me va a atacar… y mi mirada, como un telescopio de la NASA, buscó alguna persona que observara la acción… nada, más desolado que el planeta Marte en un día feriado…
¡Atrapada sin salida…! Concluí. Y me resigné a lo peor, con un murmullo de plegaria adherida a los secos labios.
Fueron diez o quince segundos… ¿quién mira el reloj cuando la muerte lanza los dados? Pero para mí fueron los diez siglos de la Edad Media.
El individuo me habló… quería saber cómo llegar a Colima de Tibás. A como pude, le dije una dirección a la tica (tiene que devolverse hasta aquel rótulo de cerveza y luego a la derecha hasta pegar con cerca…).
Cuando se marchó, me quedé un momento petrificada. Luego reanudé mi caminata con esta reflexión: el miedo a la delincuencia es real, no una percepción.
Los que saben mucho del tema y viven en conferencias, foros y otras actividades burocráticas lo analizan distinto, pero bastantes costarricenses lo sentimos en la existencia diaria: un motociclista extraviado me dio un “tour” por la vida y la muerte en solo unos segundos. Gracias a Dios no me vendió el pasaje al más allá.
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