Álvaro Sáenz, presbítero
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Dios es un Dios de vivos. Los muertos van a resucitar.
En días pasados alguien, que quizá lea estos garabatos, me escribió un correo con ideas algo confusas, queriendo comparar a Dios con el Maligno, insinuando que acaso Dios sea peor que aquel, por permitir que nos subyugue el mal, incluida la muerte. Acaso algunos estén pensando eso frente a los féretros surgidos en una sola noche en Escazú.
Hay quienes creen que Dios, Señor omnipotente, origen de todas las cosas, es también origen del mal. Eso no es cierto. Peor todavía, muchos creen que Dios nos odia, que nos rechaza por nuestros pecados y que, a causa de ellos, nos castiga.
Tan infames razonamientos son metidos en el corazón de muchos creyentes por diversas vías, incluida la predicación de pastores, católicos o no. Debemos ser liberados de tan terrible yugo. La verdad es una sola y muy diferente: Ante la tragedia de las lluvias, debo afirmarme en la certeza de que Dios me ama, y que entregó a su propio Hijo por mí, para que, capeando la muerte que merezco por mi pecado, tenga vida abundantísima.
La tristeza que se vive todavía hoy, mientras escribo estas letras, en las zonas devastadas, la consuela Cristo con la frase serena con la que cerró la boca de los que negaban la resurrección. Es como una luz que rompe la tiniebla y que sacude todavía hoy la superficie de la tierra: “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivientes”.
Creer en Jesús, Señor de la vida, nos da certeza de vida eterna en el Padre. Así, si Dios es vida y perdón, “aunque pase por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo”.
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