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Pido la palabra Desenfrenada Ana Coralia Fernández, periodistaparadigma@racsa.co.cr Cuando papá y mamá vieron con horror que, después de los de leche, yo tenía más dientes que un “piñón de quinta”, estuvieron de acuerdo en una cosa: yo necesitaba frenillos. Volcaron el chanchito, pero del fondo sólo salían unos gránulos de barro. Entonces, dijeron entusiastas que había que esperar a que me salieran todas las piezas para proceder al tratamiento. Cuando su nena parecía una especie alienígena y el presupuesto familiar “no daba pa’ tanto diente”, mamá me dijo que las personas con dientes “torcidillos” éramos más simpáticas que las de dentadura perfecta. ¡Yo le creí! A menudo, después de cada revisión con el dentista, opinaba lo oportuno que habría sido ponerme los famosos alambres en los años de la pubertad. Yo, resignada, pagaba la cuenta y seguía pensando que eso de los implantes y accesorios correctivos no iba con mi temperamento. Ahora, con asombro noto que mis congéneres y la nueva generación de hombres y mujeres incorporados a la gran clase laboral del país separan una buena parte de su presupuesto para ponerse frenillos. Seguro que, cuando eran más chiquillos, la decisión era cara y ahora ya pueden darse esos lujillos. Y yo, que casi clasifico por la edad en la categoría de mamíferos desdentados, supongo que ya no buscaré jáquima que no chime. Me conformaré con llegar a mis años dorados con unas cuantas muelillas que cuidar. |
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