Nuestro amado fútbol

Jugar bonito y perder; jugar feo y ganar

Un amigo argentino curaba sus propias heridas futboleras con un argumento atendible: “Prefiero ver a un equipo que siempre lleva la iniciativa y juega lindo, aunque pierda, que a otro ganador, pero que sale a la cancha pensando en no perder”.

Entendí que Juan no recupera el ego lastimado de ver a una Argentina perder la final de la Copa América contra la reserva de Brasil. ¿Pero no tiene acaso razón en su argumento de fondo?

Para quienes priorizan el resultado en sus vidas, este “ché” es un “boludo chimado”, a quien no le pasa esta nueva bofetada de su archirrival suramericano.

Pero los amantes del arte, de la estética y del lirismo futbolero, votarían por mi amigo en cualquier encuesta sobre el tema.

Pero el asunto es más serio que el de una simple encuesta. Está bien defender los principios, apegarse a una filosofía y llevar una vida que produzca gozo. Pero nadie puede disfrutar de su camino ni ser feliz por siempre, siendo un perdedor.

El fútbol, como cualquier deporte, se concibió como un reto para imponer a un ganador. “Para relajarse está el yoga” dirán los resultadistas. “Pero a los que juegan feo no los recuerda nadie, por más tìtulos que cosechen”, contestarán los seguidores de Menotti.

Prefiero un punto intermedio. Ni al “hippy” que vive pintando cuadros que nadie compra, ni al estresado hombre de negocios que amasa su fortuna en jornadas interminables, sin tener tiempo de mirar por la ventana la puesta de sol de una tarde moribunda.

Las derrotas acompañadas de buen fútbol duelen menos, pero duelen. Los triunfos conseguidos a cualquier precio saben menos, pero saben.