Edgar Fonseca
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La sentencia en el denominado escándalo Caja-Fischel tiene connotaciones aleccionadoras para nuestra vida institucional.

La condena a cárcel a un expresidente de la República, a exfuncionarios del más alto rango y a particulares, sienta un precedente de suma trascendencia para quienes ejerzan o aspiren al poder público, para quienes le sean confiados la tutela de recursos públicos.

Nadie por más alto cargo debe sentirse ajeno, en su labor, en sus desvíos, en su ambición, codicia o marrullerías y consecuencias, al ejercicio de la justicia.

Nadie queda contento con el proceso y, mucho menos, con una condena.

Hay quienes creen que el tribunal de Goicoechea fue benigno, condenó la mínima.

¿Cómo? ¿Sólo cinco años?, exclamó un litigante dada la gravedad de los hechos denunciados, investigados y presentados a conocimiento del estrado.

Otros, por el contrario, daban por descontadas absolutorias. “No teníamos un plan b”, se dejó decir alguien por ahí, anonadado.

Se esté de acuerdo o no, se aprecie o cuestione el fallo del tribunal, la resolución ratifica una debida acción del sistema judicial costarricense, enfrentado a la persecución de la epidemia de los delitos de “cuello blanco” en la función pública y a una presión, sin par.

Como el payaso de Berlusconi en Italia, hay quienes se sienten aquí dioses, inalcanzables, intocables por la justicia. O escapan a exilios dorados.

El caso Caja-Fischel fue una prueba de fuego para la Fiscalía y, también, para los tribunales.

Aquello de que la justicia no alcanza a los “peces gordos” no parece cierto del todo. Pero la real prueba de fuego le espera a este fallo en Casación.