Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
asaenz@liturgo.org

El sepulcro de Jesús se mantenía muy bien custodiado. El sábado, día del descanso de Dios, transcurre sereno. Pero al amanecer el domingo, primer día de la semana, día de la creación de la luz, el que es luz del mundo surge victorioso del abismo.

Hoy oímos dos evangelios. Por la mañana lo sucedido al alba, cuando María Magdalena va al sepulcro y ve la piedra corrida, corre a decirlo a Pedro y al discípulo, que van de inmediato al sepulcro. Allí ven las vendas por el suelo y el sudario doblado a la cabecera, pero no está el cuerpo.

Eso bastó para recordar lo anunciado por el Señor. El discípulo dice que “vio y creyó”, supo que Jesús se había levantado del sepulcro triunfante, liberado de toda limitación.

Por la tarde oiremos lo que pasó precisamente al crepúsculo de ese día. El pasaje empieza con una procesión (ir a Emaús), muestra la presencia creciente de Jesús (todavía difusa) y se nos anuncia la palabra.

Esta “misa” también tiene plegaria. Los discípulos le ruegan a Jesús: –Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba–. Y el rito produce el prodigio: Él se quedó con ellos. Ya a la mesa, tomó el pan, pronunció la bendición; lo partió y se lo dio. Los discípulos descubrieron el significado de la Fracción del Pan.

Se percatan de cómo su corazón ardía al escucharlo, e impactados por Jesús saben que deben anunciar al que está presente en el pan que comían.

Vuelven a Jerusalén y unen su testimonio al de los demás que aseguran la resurrección. Simplemente señalan que le reconocieron al partir el pan. El Señor ha resucitado. ¡Aleluya, aleluya! Feliz Pascua.