Ana Coralia Fernández
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Lo vi llegar de primero, bien tempranito y expectante.
Aunque Costa Rica ha mejorado y casi todo el mundo anda con zapatos, él venía descalzo.
Aparentemente, andaba solo, pero esta independencia fue un punto a su favor, porque cada vez que alguien llegaba, un abanderado, un miembro de la banda, una bastonera, él radiante iba a recibirlos y luego regresaba a su posición inicial, formalito y sin hacer mucho alboroto, como corresponde.
Cuando comenzó el protocolo y recibimos a nuestra querida Bandera con el saludo, sí me llamó la atención que no la honró con la mano en el pecho, pero por el respeto que mostró, nadie podría poner en duda que la defendería con la vida si fuera necesario, como dice el Himno Nacional.
Se aburrió un poco con los discursos, que siempre enaltecen la tarea del héroe, la del caudillo y la de los caídos en batalla y tratan de establecer una cercanía metafórica con los retos de los costarricenses actuales y los de antes (como si no fuera heroico sobrevivir hoy). Le vi un par de bostezos, pero al momento, recobró la compostura.
Y cuando arrancó el desfile, se le iluminaron los ojos y se le aceleró el corazón.
A manera de sonrisa, enseñó los dientes, sacó la lengua, movió la cola.
Finalmente, Canelo ladró a gusto con cada pitazo y grito de la escolta.
Nadie lo detuvo cuando él solito, marchó adelante del estandarte y encabezó el desfile, demostrando que cuando se trata de celebrar los logros de la Patria, no importa la condición.
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