Eduardo Solano
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No hablaremos de fútbol, sino de Mack, un sudafricano negro, bajito, de 40 años, el chofer del microbús que nos lleva a los distintos puntos de Johannesburgo.
El pobre debe de haber sido de los tantos que fueron a pedir trabajo, a pesar de no contar con los requisitos. Maneja pésimo, pero necesitaba ganar dinero.
Dice orgulloso que recibe un monto equivalente a ¢60 mil al mes, contando las extras, siempre y cuando cumpla las 12 horas a nuestro servicio, con los que mantiene a sus dos hijos y su esposa. Me imagino que luego de la Copa, el improvisado chofer volverá a quedar cesante y comenzará a hacer la fila.
En cada uno de los trayectos nos relata muchas historias al grupo que componemos el camarógrafo, el productor y el guardaespaldas asignado.
Habla de la xenofobia vivida por su pueblo y el de Mozambique, de donde llegan infinidad de inmigrantes, “todos ilegales” -aclara arrugando la cara-. Sabe que muchos solo quieren trabajo, comida y un techo.
El trabajo no sobra. Mack, sin embargo, parece un hombre feliz. “¡Claro que lo soy! ¡Soy libre!, tengo mi trabajo, Mandela nos dio lo que nunca antes. Y por qué no voy a estar feliz, si estoy vivo”.
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