Periodista
Mi ilusión por aprender a escribir nunca radicó en descifrar complicados mensajes o hacer esta columna.
Mi obsesión era hacer la “Carta al Niño” que siempre alisté con mi mejor caligrafía y aplicando los mejores principios de precisión descriptiva: bicicleta roja de mujer, número 26, con timbre y canasta para mandados que la venden al costado de la catedral. Una Barbie con ropa que se pueda combinar, cartera y zapatos. Un juego de enfermera y un muñeco Paco que se deje inyectar...
Pero mi Niño Dios seguro era disléxico, porque por más que yo me esmerara en detallar las características de los ansiados juguetes, en medio de la alegría de despertarse a medianoche y salir como un cohete en pijamas hacia el portal a ver los regalos, veía con asombro y algo de desilusión que en vez de “bici” había un juego de tacitas y ollas y en lugar de la Barbie, me esperaba una muñeca enorme de pelo verde y rizado, con las manos tiesas como un alienígena y los ojos fijos como el muñeco de Patarrá.
El milagro no era que llegara el Niño, sino que “ipso facto” a mí me daba un ataque de amnesia y, sin importar los detalles de la consabida carta, me aprestaba a jugar en las primeras horas de la madrugada, a mostrar mi nueva hija peliverde en misa de 9 el 25 de diciembre y a gastar mis nuevos accesorios en vacaciones.
Ya habría tiempo para escribir una nueva misiva al siguiente año esperando que el Niño del pesebre mejorara sus apuntes y yo mi flaca memoria.
Regalos me sigue dando maravillosos e invisibles, pero yo me curé del todo y no olvido su pésima comprensión de lectura.