Ana Coralia Fernández, periodista
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El partido de ayer estuvo lindo. Todos, locales y rivales, fanáticos y gentes que nunca antes ví en mis registros, estuvieron muy emocionados por cerrarse ayer el ciclo de mi vida útil como estadio.
Aunque fui un inmueble importante desde 1924 y testigo silente de gestas deportivas y de grandes momentos históricos, dicen los expertos que ya estoy obsoleto y que me borran del mapa para construir en mis cimientos un nuevo estadio. Pronto vendrán las grúas y los obreros a deshacer con martillos vestidores, graderías, paredes, corredores y pasillos.
Y surgirá el nuevo coloso, moderno y grandioso, al mejor estilo del diseño chino. Será donado para el pueblo que vendrá a celebrar la novedad y la tecnología que imponen los extraños tiempos.
Me pregunto si habrá una placa en mi memoria. Sin embargo, me llevo los días de gloria y sus aplausos en mi corazón de varillas inservibles y dobladas; la emoción de las medallas entregadas y las lágrimas de la derrota y del triunfo entremezcladas. Miles de niños agitando como palomas, banderas blancas saludando a presidentes, y a sus damas y a miles de atletas en mi grama.
Y es que si piensan que yo no tengo alma, se equivocan.
Seguro que más tarde que mañana iré al cielo donde reposan la vieja biblioteca y la primera bandera, el primer saco de café y la primera proclama. Ahora me duermo para siempre. No siempre se gana.
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