Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Corpus Christi, segunda fiesta del Señor en Tiempo Ordinario, celebra la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En ella celebramos a Cristo y también se nos propone manifestar públicamente nuestra fe y salir en procesión.
Quizá al oír a Jesús llamarse “pan de Dios” pensemos que es algo simbólico. Y es que el inicio de Juan 6 tiene cierta amplitud. Pero luego, el mismo Jesús concreta y dice: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo”, y sobre todo: “El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. ¿Deja esto dudas?
Igual que los judíos algunos dicen: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. La Iglesia siempre supo que la Eucaristía es Cuerpo y Sangre de Cristo. Desde el inicio tuvimos problemas con esto. El Imperio Romano nos acusó de caníbales.
Los delitos cristianos para Roma eran canibalismo, ateísmo e incesto. Incesto porque nos casamos entre hermanos (la expresión “hermanos” es muy nuestra); ateos por no creer en sus dioses; caníbales por “comer carne humana”.
No entendían que no era carne física, que Jesús nos alimenta por la vía del sacramento, que su carne es mediada por el pan y su sangre por el vino. Esta cena Memorial ha reunido a los cristianos desde la resurrección hasta el fin de los tiempos. Esta cena permite a Jesús quedarse con nosotros para siempre.
Y Jesús agregó: “si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes”.
Esto es fuerte, doctrina dura que supone la exclusión. Hoy molestan las exclusiones, no aceptamos que a nadie se le saque por la fuerza de donde quiere estar. Pero tampoco se puede obligar a nadie a estar donde no quiere, a creer lo que rechaza, a aceptar lo que supone falso. La Eucaristía no excluye a nadie.
Nosotros si le creemos a Jesús que dijo “mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. Creemos que la Eucaristía es comunión de lo humano y lo divino. El Dios hecho carne, y ahora hecho alimento, quiere que lo comamos para entrar en nosotros y transformarnos.
“Pan partido y compartido” es algo muy bíblico, una constante en la historia de Israel. Y Jesús se sirve del signo para darnos el milagro de su presencia actuante en nosotros. Pero es claro que comer supone fe, porque la cena implica vida divina.
Celebremos a Cristo que es nuestro pan, comamos su cuerpo y bebamos su sangre, dejémoslo actuar en nuestra vida y obtengamos el premio sin comparación, la vida eterna. Y también vayamos con él por las calles aclamándolo: “Tu eres, Señor, el pan de vida”.
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