Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
asaenz@liturgo.org.

Dios habla a un hombre huraño, Juan, hijo de Zacarías y lo transforma en profeta. Juan abandona su soledad, su desierto, para hacer algo nuevo, recorrer la región del Jordán, predicar y anunciar un bautismo para el perdón de los pecados. Su palabra mueve los corazones y muchos le hacían preguntas específicas sobre la vida diaria.

A Juan le preguntaban: “¿Qué debemos hacer?”. Su respuesta era directa: deben desapegar el corazón de lo material, de lo que no tiene importancia: “El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto”.

También los recaudadores de impuestos romanos, considerados pecadores públicos, llegaban a él para lavar su conciencia agitada por sus errores. Sin condenarlos, Juan les dice: “No exijan más de lo estipulado”, es decir, no roben, no se condenen ambicionando dinero ilícito.

Y a los militares, desprestigiados por sus vicios, les dice: “No extorsionen, no denuncien falsamente”, una frase eficaz entonces e incluso hoy mismo. Juan corona sus sentencias con una frase mucho más determinante, para que aprendamos a dejar de lado las ambiciones, codicias y envidia.

Juan es franco en su comunicación. Él dice con claridad: “Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo y ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”.

Juan anunció la buena noticia del reino facilitando a los de corazón sensible el encuentro con el Señor. Hoy deberíamos imitar sus acciones multiplicándolas.