Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Dice el libro de la Sabiduría que Dios no creó la muerte ni se complace en ella. La muerte la creamos nosotros y ella se convirtió en nuestro peor enemigo. La muerte puede ser física, esa que conocemos y a la que tanto tememos, pero también puede ser provocada por normas y reglas hechas por los hombres.
Dos mujeres son las protagonistas. Ellas permitirán a Jesús hacernos un llamado a la libertad y a romper las cadenas de nuestra esclavitud; nos harán escuchar la llamada de Jesús a que las reconstituyamos en la dignidad en la que Dios la creó, para que la mujer viva una verdadera igualdad con el varón y que ambos gobiernen el mundo.
Ambas mujeres tienen 12 años. Una va a morir. La otra, esclavizada por la enfermedad, lleva ya 12 años de muerta, excomulgada por una normativa absurda que decía que, por sufrir de hemorragias perennes, debía ser excluida de la comunidad.
Ambas mujeres recibirán de Cristo salud y reincorporación a la vida familiar. Ambas, a partir de actos de fe, en un caso de la misma mujer, en el otro del padre de la niña, harán que se haga visible esa expresión elocuente y clara del amor de Dios que es Jesús.
¿Quién tocó mi manto?, dice el Señor a una multitud que lo apretujaban. Aquella mujer, sucumbe de miedo ante la posibilidad de que Jesús se haya enojado. Entonces se echa a sus pies, asustada y Jesús le dice: “Hija, tu fe te ha salvado. Queda curada tu enfermedad”.
La fe ha sido la herramienta para la salvación de las mujeres. Debemos creer en Cristo, Dios hecho carne, que nos adelanta una muestra de la buena noticia que trae: vida eterna.
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