Alfredo Aguilar
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La construcción del Teatro Nacional se inició en 1890 con dinero proveniente de un impuesto a las exportaciones del café más la subvención del Estado.
Ese hecho fue, quizá, el que indujo la idea errónea –que nadie tuvo interés en desvirtuar– de que el máximo templo de nuestra cultura se construyó con el dinero de los cafetaleros.
Pero la verdad es que ese tributo al café fue cambiado en 1893 por un impuesto general a todas las importaciones; es decir, a todos los bienes que ingresaban al país.
Así, cuando el Teatro Nacional se inauguró en 1897 la construcción había sido posible gracias al aporte de todos los costarricenses de la época, mediante el pago de impuestos sobre los bienes que consumían, provenientes del exterior.
Nunca es tarde cuando de hacer justicia se trata, por eso la decisión de los actuales administradores del Teatro de realizar actividades de calidad, a las que puedan asistir la mayor cantidad de gente, con horarios y precios cómodos, es una forma de devolver el Teatro a sus verdaderos dueños; es decir, a los herederos de aquellos labriegos sencillos a quienes, desde su inauguración, les estuvo vedado el disfrute de este, y que solo tuvieron acceso al espectáculo que representaba verlo erigirse, colosal, sobre los techos entejados de un pequeño casco urbano compuesto de casas de bahareque, rodeado de milpas y cafetales.
Es devolvérselo a los bisnietos de aquellos hombres y aquellas mujeres que nunca pusieron sus pies descalzos sobre el pulido piso de mármol del teatro que con sus “cincos” ayudaron a construir.
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