Ana Coralia Fernández, periodista
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Cuando nos conocimos hace 29 años, no nos imaginamos que entre las dos se formaría un lazo contundente para siempre.

Aquella idea de la suegra furibunda e inquisidora, con un bolillo en la mano, siempre indigesta y blanco de los chistes más crueles del mundo, se fue borrando de mis estereotipos, porque la mía era una mujer sencilla, dulce como un prestiño y sobre todo, buena.

Doña Ceci, tampoco escapó a mis bromas, muestras de un excéntrico cariño, que ella festejaba con risas y después le contaba a todo el mundo mis picardías, a modo de queja, pero también celebrando la anécdota.

También lloramos juntas, repasando su historia y la mía, y cuando mi propia mamá salió “escupida” para el cielo, ella, tomó su lugar, siempre con una mano abierta para dar, nunca para recibir.

Cuando nuestra hija entró de lleno al ritmo escolar, fue ella quien abrió la puerta ante la bocina de la buseta; ella la que alistó meriendas, ella la que aplanchó blusitas con escudo, mientras yo me ganaba unos cinquillos.

Hace siete días, doña Ceci, emprendió ese viaje sin retorno, después de una larga lucha contra el Alzheimer.

En medio de mi tristeza, sigo pensando que la mejor parte del Paraíso, debe ser esa en que uno se topa con aquellos que se adelantaron y que nos aman, y que nos esperan, en algún vecindario del cielo.