Álvaro Sáenz Zúñiga, presbítero
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El sentido de la Epifanía se relaciona con lo que significa la palabra: “manifestación”, “aparición”, la de Niño Jesús, nacido en Belén.

Su nacimiento pudo pasar inadvertido para los gobernantes de Judea, pero, guiados por una estrella, unos magos vinieron de Oriente, más allá de las fronteras, a proclamarlo su Dios y su rey.

Eran los tiempos del rey Herodes, y como los sabios fueron al palacio diciendo: “vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo”, esto inquietó a Herodes, a la corte y a toda la ciudad.

Herodes indaga el sitio previsto para el nacimiento del mesías-rey. La respuesta le viene de Miqueas, el profeta: Belén es la ciudad y dice: “de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel”. Herodes llama en secreto a los magos y, a cambio de la fecha de aparición de la estrella, les dirige a Belén, pero con la condición de que le informen para ir él: “a rendirle homenaje”.

La estrella vuelve a guiarlos hasta el Niño

Jesús. Ellos se postran ante él y le dan regalos simbólicos: oro pues es rey, incienso en cuanto Dios, mirra, porque como hombre un día morirá y será embalsamado. Cumplida la meta, seguros de que la humanidad tiene ya cercana la respuesta de Dios añorada por siglos, los magos se disponen a regresar a casa.

Así, nos quedamos ante un Dios que manifiesta su amor, derramándolo sobre todos los pueblos. Uno que comparte la vida humana, que nos hace sus iguales a quienes yacemos oprimidos por el yugo del pecado, y nos ofrece una liberación que solo Él nos puede dar. Adorémoslo también nosotros.