Carlos Freer, cineasta
cfreervalle@gmail.com
Tan lindos que eran los inviernos desde nuestra ingenuidad e ignorancia.
Antes, llegaba el invierno y ya: sol en las mañanas, bochorno a mediodía, nubes plúmbeas al empezar la tarde y aguacero por el resto de ella y principios de la noche. Luego el aire fresco, húmedo, a veces con la Luna asomándose tímidamente entre la nubosidad o la niebla (depende donde usted viviera).
Al amanecer, el rocío en las flores y las hojas, la humedad en los tallos, la tierra negra, negrísima. Luego, el sol mañanero, y así seguía, días de días. Ese era nuestro invierno.
Pero conforme avanza el conocimiento de los fenómenos atmosféricos, resulta que nos damos cuenta de que las lluvias se deben a ondas, depresiones o tormentas tropicales, a zonas de baja presión, áreas de convergencia, a frentes fríos, o algún huracán que anda por allí, perturbando los cielos. O sea, que ya no es que estamos en invierno y punto.
Ahora, cada gota de agua que cae del cielo tiene su razón de ser en alguno de esos fenómenos que se presentan, se suceden, se intercambian, se mantienen o se asientan sobre la porción de atmósfera que nos corresponde.
Por eso la lluvia a veces es torrencial, pertinaz, de temporal, o como pelo de gato. En fin, que el invierno no es invierno, sino que es una simple temporada de lluvias, que se presenta durante la primavera, el verano y el otoño en el hemisferio norte, donde se ubica nuestro país.
Lástima, era más lindo sentirlo como invierno.
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