Antonio Alfaro
analfaro@aldia.co.cr

Alguna vez estuve a punto de dar a las damas una excelente noticia, casi un descubrimiento científico que me habría hecho acreedor de algún Nobel: “el fútbol tiene cura” –creí descubrir aquella noche de no recuerdo ya que mes, en la que pregunté a mi padre si había visto el gol de Messi– Un par de día atrás, esa pulga con una pelota pegada a su botín, había dejado desparramado a medio Getafe desde el medio campo hasta la portería.

Con un toquecito se quitó un rival; le hizo el túnel al siguiente; aceleró, los dejó botados en velocidad, corrió como una ráfaga, llegó a los límites del área, enganchó; pasó entre dos; volvió a acelerar; compresionó; eludió al arquero.... y tocó (la gloria).

–No sé, no me acuerdo– me respondió mi padre, quien me heredara en la niñez su gusto por el fútbol.

Incrédulo, sin explicarme aquella amnesia, tan solo encontraba dos posibles explicaciones. Está perdiendo prematuramente la memoria –hipótesis descartada ya, gracias a Dios–. ¡O el fútbol tiene cura!

Semejante descubrimiento necesitaba tan solo unos meses de seguimiento antes de ser lanzado a la comunidad científica. Con más vocación periodística que científica había olvidado aquella noche, hasta que el sábado –casi tres años después– de nuevo me sorprendí hablando con él de fútbol, de un jugador del otro, del clásico venidero.

Lo siento señoras, el fútbol, aunque con apatías pasajeras, no tiene cura.