Domingo 3 de octubre de 2010, San José, Costa Rica
Nacionales | Así opinamos
La guerra sin guerra
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Las barras han existido, existen y existirán, como los resfríos en invierno, los huecos en las calles, las pulgas en los perros, los heridos en las guerras. Pretender desaparecerlas podría resultar iluso y hasta contraproducente.

Urge, sin embargo, hacer algo. Y hacerlo ya. ¿Hacerle la guerra a las barras? La violencia solo engendra violencia, decía Juan Pablo II. Poco se gana, además, con sacarlas del estadio, si se traslada el problema a las calles aledañas, al parque, a la parada de autobuses.

La última solución (muestra del fracaso de todas las anteriores) es el uso de la violencia, como parecen haber entendido la mayoría de dirigentes del fútbol y autoridades a cargo de la seguridad pública, hoy en busca de respuestas. Cada vez que haya pedradas, patadas y bastonazos, será la evidencia de que las medidas previas siguen fallando.

Las barras -reconozcámoslo- también llenan de sabor y colorido el estadio aquellos benditos días en que sus cánticos y golpes de tambor no llegan a los amagos de pelea. No es tan simple como mirar en ellas un puñado de antisociales enfundados en la camiseta de un equipo al que a veces ni ven jugar. En un intento por entenderlas, encontraremos aficionados de corazón, delincuentes, estudiantes, vagos y trabajadores. Para algunos, el fútbol será solo una excusa, para otros, será su pasión. Sus líderes deben ser parte de la solución.

En Inglaterra, cuna de los “hooligans”, pero también padre de las primeras medidas para combatir la violencia en los estadios, entendieron que la palabra clave no es “exterminio”, sino “control”. Junto a medidas como el “registro” de aficionados y los sistemas de vídeo para detectar e impedir el ingreso de los revoltosos, implementaron algunas como sustituir los antimotines (vistos como símbolos de confrontación) por civiles preparados para el manejo de los aficionados. Los clubes tendrán que invertir en equipo y personal, darse cuenta que es buen negocio tener un estadio apto para la familia.

Los ingleses también lo consiguieron haciendo “clasista” el ingreso a los estadios, con boletos a precios no para cualquiera. Aunque efectiva, al parecer, la medida ha matado parte de la esencia de los estadios, ese deporte que gusta al pobre y al rico, al niño y al viejo, a las masas y a las élites. Ya encontraremos mejores soluciones, pero urge detener la violencia, sin pensar en más de ella.

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