Carlos Freer, cineasta
cfreervalle@gmail.com

El paso por el río Barú me trajo mil recuerdos. Añoraba los pequeños playones donde tomamos un baño en aquella Semana Santa tan perdida en el tiempo. Allí nos refrescamos y nos quitamos el polvo del camino que nos llevaba hasta Dominical.

De regreso, esas aguas nos lavaron la pegajosa agua de mar. Comprobé, para mi sorpresa, que la imagen del Barú permanecía intacta. Pero es lo único que queda de aquella época lejana, porque el cambio en la zona es sorprendente.

El rudimentario camino es ahora una buena carretera. Y las escasas chozas se convirtieron en múltiples casas, comercios, talleres y demás, que no imagina uno de dónde surgieron. Pero aunque hermoso el Barú para mi recuerdo, el destino era otro.

Hijo y nieta me invitaron a acompañarlos a un viaje a la zona de Punta Uvita, que iniciamos transitando la siempre admirada Interamericana sur.

Luego, de San Isidro bajar a Dominical y después llegar al Parque Nacional Marino Ballena, para tratar de avistar alguna de las ballenas que suelen llegar por allí. Sin embargo, esta vez no tuvimos suerte de encontrarlas.

En cambio, hicimos un espléndido viaje por la bahía, avistando un mar inmenso, azul, un poco movido por el raudo viento, desafiado por la lanchita que piloteaba el diestro José.

La playa anchurosa, limpia, de fina arena. Promontorios, pequeños islotes y como un guiño, de esos que suele hacer la Naturaleza, una formación que semeja justamente la cola de una ballena. ¿Qué más pedir?