Domingo 3 de agosto de 2008, San José, Costa Rica
Nacionales | XVIII domingo del tiempo ordinario
Una muchedumbre sedienta
  • AlDia.cr
    Jesús dio los panes y los pescados, y los repartieron. Internet.

Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
redaccion@aldia.co.cr

Es evidente que Jesús atrae a las multitudes. Claro que no han llegado las grandes opciones. Es tiempo de complacencias, de fascinación, todavía no hay cruz.

La multitud que sigue al Maestro lo hace espontáneamente, sin la menor previsión. Ni siquiera piensan en comer. Jesús se compadece de ellos, cura sus enfermos y cuando los apóstoles intentan despedirlos para que vayan a buscar pan, Jesús les dice: “dénles de comer ustedes mismos”.

Pero no hay cómo ni con qué. Solo cinco panes y dos pescados. Para Jesús es suficiente. El Maestro sienta a la multitud sobre el pasto, como Buen Pastor. Toma luego los preciados bienes y, “levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud”.

El acto es simple. El Pastor y Maestro, compadecido de la muchedumbre, logra que unos bienes insignificantes se multipliquen para que todos se sacien. Su intervención hace que lo limitado se aumente y rinda, y hasta sobre. Jesús está echando las bases de su Iglesia: Él provee un pan capaz de saciar y los ministros son quienes lo distribuyen.

Hoy vivimos realidades similares. Por una parte se empieza a sentir el hambre. Y no simplemente apetito de un mundo mejor, de unos cambios que hagan del planeta un sitio donde el compartir sea la tónica. Es hambre muy física. La peste del acaparamiento se ha propagado como mala hierba, la ambición está haciendo, por ejemplo, que los agricultores busquen mayores ganancias y dediquen sus granos a los biocombustibles.

Eso exhibe un problema mucho mayor: perdemos hambre por lo trascendental. La multitud ya no busca a Cristo, el hombre se aferra hoy a ídolos materiales y el deseo por enriquecerse le despoja de dignidad y sensatez. La obra de Dios está amenazada por lo irracional, el auge del materialismo y la codicia nos ahogan.

La humanidad ha retrocedido. Eso nos deja asombrados. El materialismo, la insensatez, la erosión de principios, el auge de la corrupción y del crimen, sea del delincuente común como del empresario o del funcionario corrupto, y en general la pérdida de rumbo, hacen cada vez más urgente el anuncio de la Palabra de Dios.

Es imperioso que el pan material sea compartido entre hermanos. Pero urge más el anuncio de la trascendencia, de lo permanente y real. Cristo apremia hoy más que nunca.

Su presencia, su palabra y su esperanza harían del mundo un sitio verdaderamente apacible, donde el crecimiento no sea por factores económicos, sino por solidaridad y esperanza.

Este es el pan que debemos multiplicar hoy.

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