Alejandro Arley Vargas
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Son las 5:30 a.m. y la Ciudad de Los Niños, en Agua Caliente de Cartago, apenas despierta.
Por ahora hay silencio. A las 7 a.m. es cuando inicia el movimiento en las aulas del colegio y los talleres de ebanistería, soldadura, mecánica automotriz, mecánica de precisión y electricidad.
Aunque se llama Ciudad de los Niños, aquí viven 268 jóvenes de todo el país, entre los 14 y 20 años.
Buscan superarse y dejar atrás las situaciones de pobreza, deserción del sistema educativo o la desintegración familiar.
Este lugar es como una fábrica de sueños y esperanzas.
Son días de fiesta para ellos. La institución, a cargo de la orden de los Padres Agustinos Recoletos, cumplió 50 años de existencia el 13 de noviembre.
El frío pega duro y una llovizna termina de congelarme. La puerta está entreabierta y hay una luz encendida.
“Upe” digo con pena. “Pase”, responde Fernando Morera, encargado de la residencia.
Fernando de 51 años, y su esposa Zeidy Rojas de 36, cuidan a 51 muchachos. Los jóvenes los llaman “don” y “doña”.
“Ya están despiertos. A las 6:10 hacemos la oración y vamos a desayunar”, explica Morera.
Uno a uno, con caras achinadas y paños en la cintura, los jóvenes desfilan al baño.
Reunidos luego en la sala, Morera dirige una pequeña oración y la tropa sale al comedor.
Nuevamente dan gracias a Dios. Los jóvenes ayudan a servir el pinto, pan, salchichón y café.
Después de comer, quedan unos minutos para lavarse los dientes y alistarse.
A las 7 a.m. una mitad de los alumnos va al colegio y la otra a los talleres. En la tarde cambian.
El Colegio Técnico San Agustín se fundó el año pasado. Tiene hasta décimo año pero en el 2010 habilitará hasta sexto.
“La ventaja es que reciben el doble de horas técnicas en comparación con otras instituciones”, dice con orgullo Alejandra Araya, directora del Colegio.
Hay alumnos de la zona sur, Upala, Siquirres, Sarapiquí, Guanacaste y muchos lugares más.
Una vez al mes, los estudiantes pueden ir a sus casas. Los familiares también pueden visitarlos los domingos en Cartago.
El proceso de admisión es riguroso. Un equipo de psicólogas y una trabajadora social vela porque los candidatos cumplan el perfil y realmente necesiten el apoyo de la institución.
“Cuando vienen aquí se les ayuda para que asimilen el estar lejos de casa. Muchos de ellos no podían ir al colegio porque trabajaban o tenían que caminar tres horas para llegar”, dice Araya.
Que haya más
Después de visitar los talleres, mi recorrido termina en la oficina del padre Sergio Camarena, director de la Ciudad de los Niños.
“Son 50 años que benefician no a la orden religiosa ni a la institución, sino a los muchachos, porque les da oportunidades que no tenían”, afirma.
“Conforme crezca el colegio, tendremos más jóvenes acá. Con la ayuda de Dios nuestra meta es que haya 600”, explica el sacerdote.
El viaje por la ciudad termina. Los muchachos se despiden amablemente y yo les deseo lo mejor. La verdad se lo merecen.
Vivir en una casa enorme
Los esposos Fernando Morera y Zeidy Rojas salieron de San Carlos con sus cuatro hijos para trabajar y vivir en la Ciudad de los Niños. Don Fernando tuvo que dejar la finca lechera donde laboraba porque exponerse al sol le afectó la piel y lo dejó con riesgo de sufrir cáncer.
Rojas es profesora de Educación para el Hogar y su vocación es enseñar.
“Nosotros somos formadores. Un matrimonio que se haga cargo de tantos muchachos debe tener comprensión, tolerancia y buenos valores”, expresó Rojas.
La pareja se encarga de la residencia “Alajuela”. En la Ciudad de los Niños hay otros albergues más pequeños donde viven 12 jóvenes.
Los de residencia son los que tienen más experiencia, en cambio, en los de albergues, hay estudiantes que recién llegan. Ahí conviven jóvenes que vienen de muchas partes del país como si fueran una familia numerosa.
En las residencias o albergues, todos tienen responsabilidades, desde lavar parte de su ropa hasta asear las habitaciones. Los horarios de clases, estudio y recreación se respetan con disciplina.
De Playas del Coco al frío de Cartago
“Cuando uno quiere superarse, las cosas se hacen más fáciles”.
Así resume Manuel Borbón, de 16 años, la experiencia de salir de su casa en Playas del Coco, Guanacaste, para estudiar mecánica automotriz en la Ciudad de los Niños de Cartago. “Mi hermano, que también estudia aquí y yo, vemos a la familia cuatro días cada mes”, comentó Manuel.
Casos como el de este joven guanacasteco abundan en la Ciudad de los Niños.
Napoleón Dávila es de Heredia, tiene 17 años y cursa el taller de electricidad. Eduard Gómez, de 18 años, es de Sarapiquí.
“Estoy haciendo puntas de diamante para portones”, comentó mientras hacía una pausa en la soldadura. El financiamiento para que estos muchachos estudien es 60 por ciento estatal y el 40 por ciento restante se obtiene con donaciones.
También tienen una finca con lechería y granja avícola para generar ingresos.
Regresó para ser docente
En 1978 Gregorio Gaitán viajó desde Upala para ingresar a la Ciudad de los Niños. Obligado a trabajar en una finca por la situación familiar, convenció a su padre para que lo dejara estudiar en Cartago.
En 1981 salió de la institución convertido en todo un ebanista y 27 años después es profesor en el mismo lugar que le dio esperanzas de superación.
“Esta es como mi casa, fue donde me cambió la vida”, recordó el docente. Después de salir de la Ciudad de los Niños, su habilidad lo llevó a trabajar y vivir en Estados Unidos durante siete años.
“Me fui con mi esposa y dos hijos. Hice mi vida allá, pero extrañaba Costa Rica”, dijo. Esta es la segunda vez que don Gregorio da clases de ebanistería en la Ciudad de los Niños. La primera fue al poco tiempo de haber egresado.
“Volví hace dos años y estoy contento”, finalizó.
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