Domingo 16 de agosto de 2009, San José, Costa Rica
Nacionales | De hoy
El Evangelio

Alvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
asaenz@liturgo.org

Si en semanas pasadas el Señor decía ser el pan de Dios, hoy deja sin aliento a los que le escuchan al declarar “el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”.

Dos mil años más tarde, la certeza de la presencia real de Cristo en la Eucaristía sostiene nuestra fe. Pero ante un mundo perplejo y modernista, que se regodea en la comprobación científica, que se empeña en certificar cada idea, esa declaración de Cristo de quedarse como alimento para el creyente es difícil de tragar.

Lo que Jesús propone no es una simple idea. Jesús, el Hijo de Dios hecho carne, al establecer la cena de los cristianos, declara que el pan que nos da, es su carne para la vida del mundo. Jesús dice simplemente: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes”.

Para un cristiano católico la reunión del domingo es una fiesta. La Cena del Señor ha sido determinante para los cristianos.

Comer la carne del Hijo del hombre y beber su sangre es un gesto que cimenta nuestra fe. De ese beber y de ese comer dependerá nuestra vida eterna.

La principal consecuencia de este gesto es que el Señor penetra nuestro cuerpo y provoca un misterioso intercambio: yo vivo en Cristo y Cristo vive en mí. Y ese vivir mío en Cristo y de Cristo en mí será a semejanza de la manera como Cristo y el Padre viven en intimidad la misma realidad divina.

Sepamos acercarnos a la mesa del Señor y compartir esa cena en la que nosotros somos los comensales y Cristo mismo es el alimento definitivo que nos permite alcanzar la vida eterna.

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