Ana Coralia Fernández, periodista
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Cuando la maestra nos contó la historia de cómo doña Pacífica Fernández diseñó nuestra bandera quedé asombrada. Estaba en segundo grado y en ese tiempo los maestros nos contaban la historia patria como si hubiera ocurrido en el patio de la casa.

¡Ni qué decir de cómo don Manuel María Gutiérrez hizo la magia de tener un himno nacional ante la urgencia de un acto diplomático!

Para alguna asamblea escolar aprendí la “Guaria morada”. Comprendí la hermosura de su poesía muchos años después, cuando empezaron a desaparecer las tapias entejadas, las florcitas nazarenas y el canto suave de jilgueros y yigüirros. De ser una estampa cotidiana, pasaron a ser metáforas difíciles para las nuevas generaciones.

Conocí los venados en cautiverio. Pocas veces los he visto libres y silvestres. Aún añoro la sombra fresca y poderosa del frondoso Guanacaste y mi corazón se conmueve si me topo con alguna yunta halada por mansos bueyes. Ello me recuerda nuestro común origen campesino y la ineludible herencia del trabajo.

Estos no son símbolos de estampita. Son hilvanes que enlazan nuestra identidad. Sin ellos no tendríamos rostro, ni voz, ni sangre, ni valor, ni valentía.

Aunque el tiempo haga mil esfuerzos por borrarlos, ellos están tan arraigados en mí, que si el olvido o la negligencia los borrara, desaparecería con ellos como un fantasma sin memoria.