Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Cuando viene la crisis, con su amargura y zozobra, muchas opiniones e ideas surgen para intentar consolar el corazón de las gentes. Alguien decía que en épocas de crisis es cuando el ser humano muestra su esplendor, concibiendo ideas que le permiten sobrevivir y superarse.
Ahora bien, la mejor idea que podríamos tener ya no se le ocurre a muchos. Esa idea suprema, perfecta, es acudir a Jesucristo, Señor de la historia, para que nos haga levantarnos de la postración, que expulse nuestros “demonios”, que venga a visitar su viña, que nos ayude a liberarnos de la angustia a la que nos hemos encadenado por nuestra propia voluntad.
Jesús, el nuevo Moisés prometido por Dios, va a Cafarnaum. Allí encuentra a un hombre que vive arrinconado en la sinagoga, le saca de su depresión, le permite ser visto como alguien digno. Nada pidió aquel hombre a Jesús, porque su espíritu estaba empequeñecido. Nada pidió al menos verbalmente, aunque es probable que su plegaria silenciosa estuviera perennemente ante el trono de Dios. Y aquel hombre fue escuchado y recibió la libertad. Claro que es una libertad costosa: deberá volver a trabajar, a esforzarse por atender sus responsabilidades, a vivir la tolerancia y la solidaridad con los demás. Deberá cambiar su estilo de vida. Cristo significó un renacer para este hombre y para todo quien le busque con sincero corazón.
Sí que llama nuestra atención que, mientras el hombre callaba en su miseria, el demonio que lo poseía, conmocionado por la presencia del Mesías, no solo reconoce a Jesús como Señor, sino que, declarándolo Hijo de Dios, acepta su derrota y deja por fin en paz a aquel hombre.
La crisis que azota a la humanidad no es solo económica.
Alcanzó ahora ese ámbito, pero nos viene amenazando desde hace años, atacando hasta los más sutiles rincones del alma humana: la integridad, la seguridad, la paz, la fe. Esto nos satura y agobia. Abunda la gente derrotada ante la amenaza creciente, pero se sigue rechazando el cambio de paradigmas a que se nos llama. Es decir, a variar el modelo de vida y de comportamiento. No quieren saber nada de lo que es impostergable, la transformación del corazón.
Urge que volvamos los ojos hacia quien tiene poder para librarnos de los “demonios”, a Jesús, Hijo de Dios, ante quien tiembla la oscuridad. ¿Cuán fácil sería hoy, ya no hablando de posesiones demoníacas, por supuesto, sino de desórdenes y decisiones mal tomadas, de abusos, de ríos de envidia y codicia, de violencia y de odio, de ambición desmedida y especulación, reconocer que Cristo es la respuesta y la salida a la crisis?
Pero aceptarlo es difícil, porque ser cristiano supone un asumir el evangelio en todas sus dimensiones. Y eso supone la conversión del corazón.
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