Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Este domingo la liturgia nos propone algo curiosamente vinculado con una fecha muy querida por los cristianos católicos, que se inicia el próximo Miércoles de Ceniza: la Cuaresma, un tiempo propicio para el perdón de los pecados, como preparación de cara a la Pascua.
La primera lectura propone el ejercicio maravilloso de Dios, que se presenta a sí mismo como autor del proyecto de rescate del ser humano. Él, que nos ha creado, va a salvarnos. Por eso debemos olvidar el pasado, porque sin duda hará todas las cosas nuevas. Por ello, en el evangelio, Jesús agobiado por la fama que obtiene al haber curado a multitudes de enfermos, sabe que debe ir perfilándose, no como curandero sino como Mesías.
En una de las páginas más pintorescas del Nuevo Testamento, unos hombres que no pudieron llevar a su amigo enfermo hasta Jesús, por la multitud que invadió la casa, lo cuelgan con su camilla desde el techo. Así logran por fin ponerlo frente a Jesús, ansiosos de una respuesta. El Señor les da la respuesta, aunque muy diferente a la que esperaban. Apoyado en la fe de los amigos, Jesús dice al enfermo: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.
No es fácil calcular la frustración que se anidaría en el corazón de los amigos del enfermo, ni el desconcierto de este. A veces al ser humano le interesa más lo inmediato que el mismo perdón de los pecados.
La frase preciosa de Jesús habría sido mejor recibida por alguien en proceso de conversión, pero este no es el caso. A lo mejor ellos buscaban una cosa más práctica y quedan sin palabras.
Los escribas dicen que Jesús blasfema porque sólo Dios puede perdonar los pecados.
Claro, es que nadie sabe todavía que Jesús es Dios, y que viene precisamente a perdonar nuestros pecados. Por ello, el Maestro les somete a una prueba.
Les plantea una pregunta muy simple, algo así como: ¿qué es más fácil: hacer algo esencial pero invisible, o realizar algo accidental pero visible? La respuesta no es sencilla y ellos callan.
Entonces Jesús realiza el gesto accidental y visible, el que todos esperaban precisamente para probarles que él ya había hecho el gesto invisible y esencial: darle al paralítico el perdón de sus pecados. Así pues, le ordena tomar la camilla e irse a casa. El paralítico lo hace.
El texto termina asegurando que nunca nadie había visto nada igual.
Es claro que el milagro del perdón de los pecados es una necesidad universal. Todos estamos urgidos de alivio para la enorme carga de nuestras responsabilidades mal manejadas, de nuestra conciencia sucia de nuestro pecado.
Jesús puede y quiere perdonarnos. Acudamos a él por el ministerio de la iglesia.
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