Domingo 8 de marzo de 2009, San José, Costa Rica
Nacionales
Evangelo de hoy

Alvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
asaenz@liturgo.org

Presbítero

asaenz@liturgo.org

Cada vez que pensamos en la transfiguración de Jesús nos viene a la mente el ser humano glorificado. En la montaña, los apóstoles experimentaron por un instante, no una glorificación de su Maestro sino, al contrario, la revelación fugaz de la gloria de Dios que habitaba ya en Jesús.

Cuando niño, un día hice una travesura, raspé un vidrio pintado de negro del sitio donde papá manipulaba los negativos e imprimía retratos según el método fotográfico del “cuarto oscuro”. Al hacerlo, una fuerte luz entró iluminándolo todo. Eso pasaría en la Transfiguración de Jesús: esa luz inmensa que habitaba en él se hizo visible a los apóstoles por unos instantes.

En Cristo transfigurado está la promesa de lo que será de nosotros un día, si vivimos nuestra vida según el modelo de Jesús, consagrándonos a su voluntad.

Jesús los había llevado a la montaña. Estando allí él se transparentó. A Pedro, Santiago y Juan, les tocó el privilegio de contemplar aquello. Ahora bien, si solo hubiera sido un espectáculo se podría pensar que era el arrebato místico de un hombre muy santo. Pero había algo más.

Ahora bien, si así era, faltaban testigos, dos hombres, que era los que la ley mosaica hacía indispensables para certificar un hecho. Y vinieron los testigos a afirmar la grandeza de Jesús, su señorío y mesianismo. Eran ni más ni menos que Moisés, supremo legislador de Israel; y Elías, el más grande de los profetas del Antiguo Testamento.

“¡Qué bien estamos aquí!, hagamos tres carpas”, es la reacción espontánea de Pedro. Cualquier ser humano querría quedarse en la contemplación de Dios para siempre, dejando atrás lo ordinario y cotidiano. Este no es tiempo de visión beatífica sino que, con el decir de los Obispos en Aparecida, este tiempo es para la misión permanente, el constante anuncio de Jesucristo a los otros, para acercarlos y se beneficien de su gloria.

Un elemento final es lo que el Padre de los Cielos dice a Simón Pedro: “No, este no es otro profeta más, …este es mi hijo muy querido, escúchenlo”. Solo para que no haya errores.

Recordar la transfiguración nos pone al menos frente a tres realidades: la primera, que Jesús es el Hijo de Dios. La segunda, que le debemos escuchar siempre. La tercera, que si lo oímos e imitamos, un día seremos glorificados con Él.

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