Alvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
asaenz@liturgo.org

A partir de los indicios mesiánicos que brotaban naturalmente de la persona de Jesús, resulta comprensible que unos personajes le llevaran a un sordomudo a sus pies.

No sabemos si eran judíos o paganos, lo evidente es que querían que el Señor liberara a su amigo o pariente de aquella condición a la que está sometido; de aquella minusvalía.

Este hombre tiene prácticamente bloqueada su capacidad de comunicación con el mundo.

El evangelio, pues, nos propone a Jesús curando a este hombre agobiado por sordera y mudez. Uno de los signos que según la Escritura demostrarían la llegada del Mesías era precisamente la liberación del ser humano de toda opresión, fatiga, esclavitud, pobreza o enfermedad. Que los sordos oyeran y los mudos hablaran.

Con ello, y si el Nuevo Testamento nos dice que Jesús curaba a los enfermos, era evidente que hubiera una conmoción en torno al Señor. Ahora bien, hay que saber que la verdadera liberación que el Mesías traería no se vinculaba tanto con lo físico como con lo espiritual. Y por ello también entendemos que Jesús no se quedara solamente en lo material sino que lo trascendiera, ayudando al sujeto a remontar sus propias limitaciones.

Desde el texto podríamos pensar que Jesús daba órdenes a los sentidos físicos del desdichado, que habiendo penetrado sus oídos con su dedo, –su dedo es el dedo de Dios– y de haber tocado su lengua con su saliva milagrosa, les hiciera reconstruirse.

Aunque esto sea cierto, parece que Jesús va mucho más allá de una mera recomposición del mecanismo oral y auditivo. Más bien busca el corazón de aquel hombre, su alma y su vida. Por eso le ordena abrirse, abrirse a una comunicación intensa, que no se quede en las limitaciones, que no se bloquee.

Este mensaje al sordomudo es a la vez un mensaje para cada ser humano. Todos debemos abrirnos intensamente a la fuerza de Dios, a su amor, y expresarlo generosamente a los demás.