Ana Coralia Fernández
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Ayer tuve que realizar el duro ejercicio de llevarle a mamá su regalo al cementerio, pero por increíble que parezca, fue ella quien me dio el mejor obsequio.

Mientras quitaba las hojas marchitas y colocaba el colorido arreglo de flores, no vinieron a mí los tristes días de su partida, ni la sensación de perderlo todo que dejó su ausencia.

Nada de eso.

Recordé las canciones que cantaba mientras lavaba la ropa acompañada por el primitivo karaoke del chorrito de agua; su imagen serena mientras tomaba una pequeña siesta entre dos y tres de la tarde. Su fragancia única y mía que podría hacer que la identificara entre millones de personas. Sus empanaditas de maduro con queso, tostaditas por fuera y suavecitas por dentro; la olla con el relleno del pastel de limón, que me hacía dueña del mundo con una cuchara, hasta que raspara el último poquito del perfecto atol.

Escuché su voz ronqueta y alegre contándome cientos de historias que hoy la mantienen viva a mi lado y sobre todo, su afán de diseñarme una infancia feliz a pesar de las carencias, con el mejor juguete de todos los tiempos, con la mejor herramienta: la libertad.

Ciertamente ya no está al alcance de una llamada, ni en el cuartito que destinamos con amor para ella, pero en mi corazón habita, respira, palpita…

Y con solo cerrar los ojos y pensar en ella, viene corriendo como siempre a ver qué me pasa, cómo estoy y si ya comí.