Antonio Alfaro, periodista
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Lloré por primera vez en la madrugada de un jueves de enero. Por qué lloraba, no sé. Quizás no entendía; de haberlo hecho, a lo mejor hubiese sonreído.

Nací fuera de horario de oficina, a las 12:45 a.m., muy bien recibido entre obstetras, médicos y enfermeras de un hospital público. Los hice trasnochar. No recuerdo sus rostros, nunca sabré sus nombres, pero les envío un “muchas gracias” a la distancia –la que marca la memoria hasta aquella sala del Calderón Guardia, la distancia que marca el anonimato, la distancia de un periódico de por medio–.

No fue a ellos –por si quedan dudas– a quienes aludí la semana pasada bajo el título “Prohibido parir domingo”, pero agradezco a la doctora Judith Jiménez haberme despertado la duda sobre posibles “malentendidos”.

Más irónico que literal, aprovechando el fallido intento de una compañera embarazada por inscribirse en el curso “preparto”, me refería a quienes en horario de oficina, a falta de cinco minutos para la hora de salida tienen mejor técnica que Usain Bolt a punto de los 100 metros planos. ¡En sus marcas! ¡Listos!

Si hubiese hablado de partos, habría citado una Costa Rica en la que, con mucho por mejorar, 99 de cada 100 recién nacidos celebrarán su primer año.

Si hubiese hablado de partos, ahora que no lloro, hablo y hasta escribo hubiese dicho: “gracias”.