Álvaro Sáenz Zúñiga
asaenz@liturgo.org

Hoy se llama “ Domingo de Ramos en la Pasión del Señor”, un día con un doble sabor, porque desarrolla dos claves distintas.

Primero, el triunfo de Cristo que entra a Jerusalén ovacionado y declarado Salvador (esto significa “hosanna”).

Pero luego la liturgia nos proclama su pasión. Por eso empezamos con una procesión solemne cuyo centro, lejos de ser Cristo en un burro, es el obispo, o el presbítero, que hacen las veces de Jesús.

Ya en la Iglesia se abandona toda alegría y entusiasmo para asumir taciturnos y reflexivos la muerte y sepultura de Cristo.

Este año nos toca la pasión de San Lucas. Lucas es el evangelista de la mujer, de la misericordia, del perdón. Por eso, las mujeres lloraban por Jesucristo y el buen ladrón, mientras se perfila la entrega total del hijo de Dios.

El texto que detalla los principales hechos de la muerte de Jesús, propone respuestas de los enemigos del Señor que son casi todas colectivas. Excepto las acusaciones de aquella mujer a Pedro, las respuestas del apóstol, las palabras de Pilatos y algún otro personaje, el resto son respuestas grupales.

En el lenguaje del evangelista es el pueblo entero el que se vuelca contra Cristo, le acusa y le condena pidiendo su muerte.

San Lucas revela claramente el punto medular: Jesús muere renunciando a todo. Nos deja su cuerpo como alimento.

Cristo es ejecutado por nuestros pecados. El crucificado es el máximo emblema del amor de Dios por nosotros. Jesús nos enseña, con su muerte y su resurrección, a prepararnos al encuentro definitivo con el padre del amor.