Antonio Alfaro
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Por ¢4 millones al mes, limpio, barro y le saco brillo a todos los pisos de la Asamblea Legislativa. Dejo impecables los baños, lustro los zapatos de los diputados, llevo los periódicos, hago el café, sirvo galletas, hago mandados, canto el himno, llamo al quórum, sacudo las curules, preparo discursos, archivo noticias.
Por ¢4 millones al mes –si prefieren– trabajo tapando huecos en las calles. Aprendo a mezclar asfalto, lo revuelvo con pala, lo jalo en carretillo, lo vacío hueco por hueco, lo aplano, lo compacto, lo vuelvo aplanar hasta el próximo traspaso de poderes. Limpio las herramientas, lavo los uniformes de la cuadrilla, los aplancho, preparo los sandwich, hago el café, llevó los termos y le unto mantequilla al melcochón.
Ahora bien, si solo me dan ¢2,4 millones, acepto humildemente ser diputado, legislador, padre de la patria, prócer, cándil legislativo, miembro del primer poder de la República, esperanza de la clase media, paladín de la justicia social, así tenga que jugármela con un saco, un par de corbatas y los mismos zapatos.
Nadie dice que sea fácil. Todo lo contario. El diputado es a la sociedad, lo que el árbitro a la fanaticada: ¡culpable hasta que no se demuestre lo contrario!
Destinatario de madrazos (¿qué culpa tienen sus madres?), vagabundos en la conciencia colectiva, injustamente todos en el mismo saco, deberían ganar más, pero yo con ¢2,4 millones me conformo.
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